Trans-Mongoliano. Etapa 1: Anticlímax

St Petersburg - Omsk
St Petersburg – Omsk

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Miércoles 3 de junio. Pasando por Perm, camino a Yekaterinburg

Apoyado con mis brazos sobre la ventana del pasillo que da al sur, la veo pasar. Brillante, gigante esférica, se manifiesta a través de las ramas de los árboles. Un manto de nubes intenta disimular su esplendor, pero la luz logra pasar tiñendo todo el bosque de un halo grisáceo, fantasmagórico casi. Es tan clara la noche que incluso se pueden distinguir los verdes de los arbustos y pinos. Con cuidado asomo la cabeza un poco hacia afuera para ver la punta del tren que justo toma una curva. El aire me pega en la cara, me congestiona la nariz. Impetuoso, el aparato tira de los vagones mientras va iluminando el camino con sus luces. Profundas espadas que perforan la noche siberiana. Con su carrocería verde, ahí va, enorme gusano en su infatigable marcha hacia el este. No va rápido, no puede, incluso a veces desacelera porque los rieles no están en buen estado. Pero aun así le alcanza para dejar atrás a la luna que se aparece por la izquierda de la ventana y lentamente se va moviendo hacia la derecha. Alguien pasa por el pasillo, me distraigo, y ya está de nuevo la luna apareciéndose por el sudeste.

Mis pensamientos y emociones merodean los eventos de la tarde de ayer, martes 2 de junio.

…Hacemos tiempo sentados en incómodos bancos de plástico bajo un enorme ventanal por el que se filtran las luces de la ciudad. Los pasos arrastrados de una viejita rusa, pañuelo atado a la cabeza, que camina de acá para allá con su jarrito de té. La voz del chico de la consigna pidiéndome un souvenir al ver mi pasaporte, y la imagen de una moneda de un peso argentino pasando manos. La señora guardia de un supermercado al lado de la estación, diligentemente siguiéndome por entre las góndolas porque no quise dejar mi mochila en la entrada. El mausoleo de Lenin cerrado. Las estaciones de subte, inmaculados palacios zaristas a 400 metros de profundidad. Y el tipo de traje que se quema el brazo en una improvisada ceremonia militar detrás del Kremlin. Moscú, cinco horas a pata por la capital de un estado policía que se nos antoja a mucho humo, mucho ruido. Una ciudad magnífica, de pocas sonrisas y demasiados uniformes.

Aunque las imágenes de la capital rusa son vívidas y de solida textura, es el cosquilloso recuerdo de la anticipación, de la espera lo que me apresa. Elona se va a buscar agua caliente. Mientras, yo me doy vuelta porque justo el tablero gigante negro sobre la pared baraja sus placas con letras y números blancos y amarillos. Entonces, el exprés número K3/4 con destino a Beijing sube a la primera línea de la lista. El reloj marca las 09.45 PM. Falta menos. Cosquillas en la panza. ¿Cómo será…eso de ir hacia el este del mundo? Estación de trenes Yaroslavsky. El tren sale a las 11.00 PM.

10.28 PM. Nos colgamos nuestras mochilas al hombro y vamos hasta la plataforma 1. Curiosos, caminamos espiando dentro de las ventanas de los vagones. Primero la locomotora, y el maquinista, codo apoyado sobre la ventana, faso en los labios. Luego, el primer vagón, moderno, limpio. Un vagón ruso, y de primera clase. Después el vagón restaurante, también con letras en cirílico estampadas sobre la carrocería color bordó y blanco. Y de ahí en adelante el tren es chino, los vagones son verdes y amarillos, el staff es chino y el idioma es chino. Nos presentamos ante el conductor, que nos mira los billetes y pasaportes. Subimos

Me alejo de la ventana, la única que se puede abrir, y camino hasta donde está el baño, al final del pasillo, justo antes de la junta con el vagón VI. Ocupado. Los baños del tren son relativamente limpios y tienen inodoro, algo que no es un hecho en Asia. De vez en cuando el conductor lo limpia y repone el papel higiénico. Un dato, sin embargo, es que los del Trans-Siberiano no son baños químicos. O es decir, que la mierda y el pis se quedan en Siberia. Es por eso que 20 minutos antes de cada estación los conductores les echan llave. Aunque a veces no llegan a tiempo, y entonces alguien no se pudo aguantar.

Al otro extremo, en la unión de los dos vagones, el traqueteo de los rieles y las sacudidas de las curvas son mucho más fuertes. Las juntas de metal padecen de estrías por las que se pueden ver el suelo siberiano. Arrugas de aleación detrás de tantos viajes. Aturdido, amago cruzarme al VIII y me vuelvo sobre mis pasos. Quiero revivir las imágenes de anoche. Los pasajeros duermen y los conductores están en sus cabinas. El espacio es mío y lo camino lento, mis ojos escrutando cada detalle. A la altura de la entrada al vagón, se sienten el humo y el hollín provenientes del brasero que alimenta el calefón. Las puertita está abierta, así que me acerco para ver cómo es por dentro. El calor me seca los ojos, y debo pestañar varias veces para humedecerlos de nuevo. Es una especie de salamandra siempre en combustión con una pequeña chimenea que desemboca en el techo del tren. En el suelo, hierros, trapos, escobas y varias bolsas de carbón. Sigo caminando. Del otro lado del brasero, está el calefón. El agua siempre hirviendo. Esta mañana cometí el error de abrir el grifo sobre mis dedos. Las cortinas ondean con el aire que se cuela por la ventana. Me fijo en mi celular sostenido en difícil equilibrio contra la pared bajo uno de los asientos plegables del pasillo. La electricidad es tan débil que en tres horas la barrita solo indica 15%. Lo dejo que se cargue un poco más.

En silencio, ¿asustados?, seguimos al conductor por el vagón VII, un chino grandote que no habla un pedo de inglés, ni de ruso, ni de nada que no sea chino. Me trabo con la mochila al intentar pasar por las estrechas puertas. Un intermitente repiqueteo de madera contra metal me avisa que tengo uno de los termos colgándome del bolsillo derecho de la mochila. Pasamos al lado de un baño privado, la salita del conductor, una especie de calefón oxidado, y entramos al pasillo. Paredes color ocre, monótonas de mugre, alfombras desteñidas y gruesas de polvo. Carteles y alertas en chino y en ruso. Olor a muebles viejos, sudor y humedad. Y humo, huele a humo. Dentro de la cabina, las cortinas y colchones con olor a cigarrillo, la ventana trabada, la luz que no alumbra un carajo, el piso pegajoso y la bandejita de lata sobre la mesita, llena de cenizas. Miro por todos lados, y de verdad que a primeras, no hay con qué darle. ¿Este es el famoso, histórico, Trans-Siberiano? Si mi primera impresión del tren es desagradable, el golpe para Elona es sobrecogedor. El silencio de sus ojos mojados, la representación más humana de la situación. No tardo. Abro la ventana, localizo el interruptor y enciendo un pequeño, destartalado, y milagroso ventilador que mis ojos encuentran como quien encuentra un billete de cien en la calle. Lo pongo a tope. Sacudo los colchones, las almohadas, vacío la bandeja, y con un trapo que mi memoria falla identificar su procedencia, friego el piso. Redefino el espacio, cambio energías. La abrazo, y le digo al oído, ´Te dije. No hay trenes como en Córdoba.´ Se ríe, a medias. Anticlímax…

Voy hasta la cabina y agarro el termo. Elona me teje un gorro. Afuera el cielo ya comienza a azularse. El tren cruza un río anchísimo, el Kama, y estamos llegando a Perm. Cuarta ciudad más grande de Rusia, enorme centro industrial a las puertas de Siberia, conocida también por el infame gulag Perm-36, y que intenta reinventarse culturalmente abriendo museos y centros de arte. De Perm, sin embargo, solo vemos algunos edificios y chimeneas al cruzar el río. El tren solo se detiene veinte minutos.

En la estación, la plataforma está llena de gente, la mayoría rusos. Al parecer se han bajado del tren de en frente. Estiran las patas, fuman, charlan, sacan fotos del reloj de la estación. Nos bajamos junto con Angélica y José, una pareja de Castilla La Mancha que suelen viajar por el mundo y ahora dicen que les ´toca´ China. Montamos unas escaleras para mover las piernas. Afuera el aire es seco. Ya aclareció y los rayos de sol golpean los techos de los trenes y las láminas de los carteles en la estación. Desde arriba observo a la gente entre los dos trenes. Del nuestro veo que se bajan grupos de a tres, seis personas cuando más, y se pierden entre la multitud rusa. Pero nadie parece subirse.

Y ahí estamos, haciendo tiempo, rodeados de un murmullo gutural y quebrado que no comprendemos. Su tren parece mucho más moderno, más limpio. No es hasta que Elona repara en uno de los vagones con compartimentos de a seis camas que nos damos cuenta. Las famosas coupé del Trans-Siberiano. Estamos en frente a ese histórico tren que cruza toda Siberia de Moscú a Vladivostok, y de vuelta, pasando por el norte después del lago Baikal. Los del otro tren que ya casi terminan su travesía y nosotros que recién empezamos. Suena un pitido, las provodnystas llaman, los pasajeros se suben, las puertas se cierran, y el Trans-Siberiano se aleja. La plataforma se vacía.

Martillos contra el metal. Nuestros conductores y maquinistas recorren todo a lo largo del tren golpeando frenos, ruedas y amortiguadores. Xilofón desafinado por los kilómetros de estepa. Y en medio de la plataforma un kiosquito que antes la gente no me dejaba ver. Los productos todos en vista tras el vidrio para que le señalemos a la vendedora que no nos entiende y ella con una calculadora nos cobre lo que nosotros no le entendemos. Eficiente incomunicación. Un chiflido de aire que escapa de los frenos,  nuestros conductores que hacen señas, el motor que arranca de nuevo. Ahora nos toca a nosotros subir.

De vuelta en el tren, me vuelvo hasta el calefón para llenar el termo. Desde la salita del conductor, se escuchan los golpes de un cuchillo contra una tablita de madera. Olor a cebolla. Los conductores preparan su desayuno. ¿O es almuerzo? Mientras uno corta un pollo en pedazos, el otro prepara una salsa. Cuando terminan de cortar, lo echan todo en una olla grande que ponen a calentar en el brasero del calefón. Es todo un va y viene, un ritual de conversaciones a gritos.

Vuelvo a la cabina. Me encanta caminar en este tren. Me fijo sin prestar mucha atención en la ficha con los horarios de las paradas. La próxima estación es en seis horas. Todas con hora de Moscú. Lo que hace que, por ejemplo, a las 11 de la mañana tengas que mear con linterna, o que a las 3 de la madrugada si querés dormir, debas correr las cortinas. Noches cortas, días más cortos. Horas desparramadas. Siberia. Y nosotros, hacia el Este.

CONTINUARÁ

3 Comments on "Trans-Mongoliano. Etapa 1: Anticlímax"



  1. Felicitaciones a los dos por el Sitio , por el trabajo y la dedicacion !!!
    a cerca del relato …
    Juan : pude ver la luna grande y brillante …distingui el verde de los pastos en la noche clara .
    estuve impaciente y temerosa en aquella estacion , tambien me molesto la mugre de las paredes y el olor del humo … el agua me quemo los dedos y escuche la gente en el anden … estuve ahi !!
    gracias por compartirlo y espero ansiosa la continuacion 😉

    Lucia

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