Trans-Mongoliano. Etapa 2: Siberia

Omsk - Ulaanbaatar
Omsk – Ulaanbaatar

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Jueves 4 de junio, pasado el mediodía. Saliendo de Omsk

Alla sin acento, no es un error de ortografía en castellano sino la mamá de Liza, nuestra anfitriona. La vieja nos pide que nos saquemos las zapatillas y nos pongamos las pantuflas que están en la entrada. Después de ver nuestro cuarto y dejar las mochilas, pasamos a la cocina y nos sentamos en una mesa redonda cubierta con un mantel de plástico amarillo con dibujos de flores en macetas (describir más: cuarto frío, oscuro, cortina sucia tapa la luz, agujeritos de cigarrillo apagados sobre el mantel).

Alla pone una pava de aluminio a calentar. “¿Tea, coffee?” nos pregunta en inglés. Con un vaso de agua me bastaría, pero parece imprudente decirle que no. “¿Café tiene?” le pregunto. “Sí, claro,” y ahí no más saca un jarro de aluminio (o era cobre?) de dentro del horno. Cierra el horno con tanta fuerza que parece que la cocina se derrumba. De un mueblecito de madera oscuro saca un envase de plástico y echa dos cucharadas de café molido y, con el cuidado de alguien que riega el pasto, vierte un poco del agua de la olla al jarro y lo pone a calentar. Café al estilo turco, y seguro que me lo da negro y sin azúcar. Elona se contenta con un saquito de EarlGrey de la cajita de lata sobre la mesa.
Acabamos de llegar, y el apartamento sobre la calle-

“Elona, ¿cuál era el nombre de la calle del apartamento en San Petersburgo?”


Elona deja su lectura un momento y cierra los ojos. “Pa, something. A ver espera que me fijo,” me dice abriendo su minúsculo cuaderno de direcciones con dibujos de arbolitos tipo bonsái en macetas. “Sh-palernaya ul. Sh-pa, S, h, palernaya ul.”
“Ah, ‘taba fácil. Shpalernaya ul. ‘ul’ será calle, no?”
“Sí.”
“¿Qué lees?”
Wild Swans
“Hace rato que lo venís leyendo ¿Está bueno el libro?”
“Sí, tenés toda la historia de China de los últimos 100 años en una novela.”
“Cuando lo termines lo agarro.”

…-calle Sh-palernaya ul es tal como me imaginaba los edificios comunistas, prejuicios de películas y libros de la guerra fría. La puerta de la entrada al bloque es de color ocre. La madera se está descascarando, pero tiene una cerradura electrónica de última generación, de esas que se abren al arrimar la llave sin tocarla. Adentro las paredes están revocadas pero sin pintar… (derretidas y vueltas a congelar con el cambio de las temp., se encorvan, se ensanchan, se doblan, se resquebrajan. Escalera: ancha, pasamano oxidado, color? Peldaños irregulares)… el departamento huele a madera y alfombra.

-“Y, cuéntenme un poco de ustedes. De qué trabajan, qué hacen después de San Petersburgo,” nos pregunta Alla que se sienta dejando escapar un leve suspiro. Tomo un poco del café. Está fuertísimo. Le cuento como hace poco dejamos todo y emprendimos rumbo en tren hacia el Este del mundo con la intención de llegar hasta la China. (–agregar sensación del espacio: ´Mientras le cuento, Elona se fija en la alacena de madera detrás´ tasas de porcelana, libros de cocina, fotos…)—´

-“Oh, oh! ¿Todo en tren? Oh!” se sorprende y se ríe la vieja. “¿Y después de San Petersburgo?”
-“De acá nos tomamos un tren a Moscú, y después nos vamos a Mongolia…con el Tran-Siber—Trans Mongoliano,”
-“Oh! Jo, jo! No, oh!” exclama Alla. “Pero, ¿por qué, por qué?” Alla, se ríe con una voz ronca, moviendo la cabeza de lado a lado. “¡Nadie toma ese tren. Es muy largo, es mucho tiempo! ¿Por qué, por qué, si pueden tomar un avión?”

El tren se sacude, y eso hace que dibuje un rayón en el cuaderno. La edad de los rieles propaga la turbulencia terrestre durante varios minutos. Cuando se pasa quiero volver al cuaderno con la intención de seguir escribiendo, pero ya estoy en otro lugar. Afuera Siberia se extiende, monótona e infinita, en forma de campos sin cultivar, a veces interrumpidos por pequeños bosques de pinos flacos y bien altos. Una calima dorada envuelve el paisaje. Mi reloj marca las 6 de la mañana, pero el sol está bien arriba así que debe ser de mediodía o pasada la una. En el pasillo la veo a Angélica que va y viene, preocupada porque ha dejado su móvil cargando en el otro vagón.

“Tranquila Angélica, nadie le va a robar el celular. ¿Esa es la guía de China?” le pregunto señalando el libro que lleva bajo el brazo.
“Ah, sí. Esta es la guía de la que les hablaba ayer,” dice entrando a la cabina y sentándose a la cama, feliz de que me haya interesado. No veía la hora de compartir su plan de ruta. Elona deja de leer y se acerca. Angélica nos describe los distintos lugares con el entusiasmo de un chico, sujeta la guía con las dos manos pasando las hojas a sacudidas como temiendo que se la quiten; Beijing, Xi´an, Chengdu, Yunnan… mapas con cruces y líneas, márgenes inundados de tinta azul y lápiz, páginas con las puntas dobladas.
“¿Y cuánto tiempo planean estar dando vueltas por China?”
“Un mes. Es nuestro regalo de jubilados.”
“¿Y cómo se mueven de lugar en lugar? ¿Cómo hacen?”
“¡En avión! Que va. Yo con esto del Trans Siberiano, joder. A lo sumo algún autobús en la ciudad.”
Me doy vuelta para mirar por la ventana. Cada 50 metros pasamos un poste eléctrico. El tren toma una ligera curva y alcanzo a ver la grava que forma el balasto de las vías. No puedo contar las piedras que sostienen los durmientes, así como tampoco puedo contar las estrellas que llenan el cielo. Pero puedo contemplarlas.

“Ayer en el vagón 5 conocimos a una familia de australianos que están viajando hace dos años con sus tres hijos. Desde Europa viajan solamente por tren y autobús,” le comparte Elona. “Empezaron en Estados Unidos, desde la costa oeste, cruzaron todo el país hasta Nueva York. De ahí volaron hasta Francia, y siguieron en tren hasta Moscú y acá están.”
“Madre mía. ¿Y ahora qué? ¿Van hasta China y de ahí vuelan a Australia?”
“Paran unos días en Irkutsk, antes del lago Baikal,” le digo. “Después una semana en Mongolia. De ahí siguen en tren hasta Beijing y le meten todo hasta abajo. Primero Hong Kong, después Vietnam, y un colectivo hasta Bangkok. De Bangkok vuelan a Australia. E irán parando en el camino me imagino.”
“¡¿Y los niños?! ¿Cómo hacen con el colegio?”
“Les pregunté justamente eso,” dice Elona. “Los educan ellos, hacen el colegio en la casa.” La cara de Angélica parece desencajarse un poco. Antes de que Elona pueda explicarle cómo es esto del home-schooling, se distrae con uno de los suizos de al lado que sale a fijarse en la carga de su móvil.
“Bueno, yo por lo pronto los dejo. Me voy a ver el móvil y después, no sé. Me terminaré otro Sudoku.”
“Vaya no más. Si liberan este enchufe, yo te aviso.”

Cuatro horas más tarde, el tren para en la estación de Barabinsk. Al bajar, los mosquitos nos golpean la cara. Sobre la plataforma, bien pegada a la escalera del vagón, se nos planta una viejita que comienza a hablarnos en ruso. Lleva un pañuelo en la cabeza y colgado del cuello sujeta una canasta de mimbre con varios pastelitos y masas fritas. Pasamos al lado esquivando su mirada, pero ahí no más nos topamos con otras tres. Una vende más pastelitos, otra tiene gaseosas, galletitas y dulces. La tercera nos chanta un enorme pescado seco frente a nuestras narices. Más a lo lejos en la plataforma veo a otras dos viejitas, cerca de la locomotora, y otras tres para el lado del vagón restaurante. Todas caminan despacio, arrastrando sus pies, sus cuellos encorvados sujetando las canastas de mimbre. Caminamos en dirección a la locomotora, mirando hacia dentro del tren. Ahí es cuando lo veo a Miguel, el chico de Bilbao que va de vagón en vagón buscando una afeitadora. Quiere raparse la cabeza antes de salir de Rusia.

El sol empieza a bajar y el cielo se debate entre un azul claro y tintes de ocre rojizo. Le compramos unos pastelitos a la primera mujer que se nos acercó y nos quedamos dando vueltas por la plataforma. Hay muchísimos mosquitos. Los controladores, postrados a las puertas de cada vagón, están siendo devorados. Algunos revolean en vano sus sombreros para ahuyentarlos, otros se distraen con raspando las suelas de sus zapatos contra el suelo. Para nosotros, esa inocente intriga de estar pisando la plataforma de Barabinsk, una estación en el medio de Siberia. Para los controladores, ese cansancio y ganas de llegar a casa. ¿Cuántas veces habrán pasado estos tipos por esta misma estación? Al cabo de diez minutos, dos de ellos que parecen medio jefes se juntan, intercambian unas palabras, asienten, hacen señas a los demás. Ahora los controladores nos empiezan a llamar con esos sonidos guturales y movimientos de manos que hacen ellos.

“Listooo. Parece que hay que volverse para adentro,” digo y Luis que está al lado nuestro nos escucha. “Qué dices, ¿ya? Pero si teníamos como cuarenta minutos en esta estación.”
“Pues, ya no. Agradecéselo a los mosquitos.”

No más vamos subiendo al vagón, Luis llama a los gritos a Angélica que ha cruzado las vías hasta la otra plataforma donde hay un kiosquito. “¡Angeee! ¡Vuelve! Vuelve ya que viene otro tren y te quedas atrapada del otro lado de la plataforma”. Elona arquea las cejas, yo me llevo una mano a la cabeza. Luis no se entera. Miro a lo lejos, y veo una locomotora a casi un kilómetro de la estación, quieta y sin vagones. “Luis, aquel tren no se mueve. Los controladores nos llaman adentro porque están hartos de los mosquitos,” le digo pero me ignora y la sigue llamando a Angélica como un desaforado. Los otros pasajeros en la plataforma se giran para ver que está pasando, las viejas siguen vendiendo. Angélica se vuelve al trote, puteando por no haber podido comprar algo para picar más tarde.

“Chicos, ¿se puede?” Miguel entra con un paquete de Pringles que sujeta bajo el brazo como si fuese un diario.
“Entra, entra” le digo. ¿Y, encontraste maquinita de afeitar?” Me pongo a preparar el mate.
“¡Sí! Ahí uno del segundo vagón me prestó una. Así que esta noche, adiós,” dice Miguel tocándose el pelo como si ya estuviese arrepintiéndose.

Miguel es ingeniero civil, está sin trabajo y dice que quiere radicarse en Buenos Aires. Le ofrezco unas galletitas que compramos en la estación de Yaroslavsky antes de salir de Moscú, y se echa a reír contándonos de otro viaje suyo, en Samarna, al sur de Rusia, donde se la paso comiendo esas galletitas durante un año. Le chicaneo con que tiene un acento argentino más fuerte que el mío, que no puede ser que solo sea por tener una novia porteña. Termino de preparar el mate y me tomo las dos primeras cebadas mientras Miguel nos cuenta sobre su periplo por la Patagonia. Afuera veo a las viejitas con sus canastas. Unas se quedan en la plataforma, sus miradas parecen intentar abrir las puertas de los vagones. Otras ya se alejan, cruzando la vía para sentarse en un banco, resignadas a esperar al próximo tren.

“Sabés,” le digo, “yo estoy dele y dele mirar por la ventana. Y esta cosa no para de seguir y seguir hacia el este. Bueno ahora no, todavía estamos acá parados con las viejas que se quedaron sin vender por culpa de los mosquitos.” Risas. “Tomá, vos empezas,” le digo pasándole el mate. “Pero de verdad, es impresionante.”
Juiff, mm. Gracias,” me dice devolviéndome el primer mate. Pienso en explicarle lo del ‘gracias’ en el contexto de una mateada, pero lo dejo pasar y sigo cebando. “Después, sabes, quiero sacarme una foto tomando mates con ustedes para enviársela mi novia. No lo va a poder creer.”

A los veinte minutos, el tren comienza a moverse, y Barabinsk y sus viejas comienzan a alejarse. Nos embelesamos hablando de trenes, le revelo mis nostalgias de tiempo y distancia, de lo bueno que sería un tren que cruzase toda la Patagonia y llegase hasta el norte argentino. Hablamos tomando mate mientras miramos a la ventana. El tren viaja hacia el este, nuestras mentes desaparecen y nuestras almas se hacen más presentes, trascienden hacia otros lugares, regresan al tren y vuelven a irse. Y así. Nos quejamos de nuestros presidentes, de la división social en Argentina y las ‘camisetas políticas’ y referenciamos a los Rajoy, los Fernández, y los Cameron. Comentamos de los rusos, de los chinos, de Europa, y de lo que nos espera en Mongolia. Miguel nos cuenta que en Mongolia se encuentra con unas amigas y de ahí, piensan emprender rumbo de vuelta hacia el suroeste, atravesando el desierto en camioneta hasta llegar a Urumqi en China y cruzar a Kazajistán. Nos dice que una vez en Kazajistán es un misterio, no sabe si ir por el suroeste del país y llegar al Cáucaso, o directamente al sur, pasando por Uzbekistán, Turkmenistán e Irán. “Mi meta es llegar a Turquía y de ahí volverme a España por el Este de Europa,” dice entusiasmado. Dice que sobre todo quiere evitar Afganistán e Irak, “porque ahí sí que está jodido.”

Groso, complicado, loco. Nos sacamos una foto los tres, Elona haciendo malabares con la cámara que cuelga de la escalerita de la cucheta y el tren dando saltitos con cada bache de los rieles. Miguel se va, invitándonos a que nos pasemos por su cabina a tomar cerveza mientras los irlandeses le cortan el pelo. Elona retoma su lectura de Wild Swans y yo me quedo mirando la ventana, preguntándome cómo hace un tipo como Miguel, sin trabajo, para financiarse tanto viaje, tanta Patagonia, Siberia y Asia Central.

Cuando llegamos a Novosibirsk ya es de noche. Sobre la plataforma de la estación, una familia de bronce, sus brazos extendidos para la eternidad, despide a los soldados que se marcharon, ya hace mucho, al frente durante la segunda guerra mundial. Esta es la estación del Museo Transiberiano. Los controladores deciden no abrir las puertas, pero desde el tren se puede ver una maqueta de una locomotora a vapor en tamaño natural. La máquina posa detrás de un ventanal, iluminada por unos fuertísimos reflectores de color amarillo.

Nuestro cuarto día de travesía transcurre tranquilo, casi rutinario. Parece que hiciera un mes que vivimos en este tren. Nos despertamos temprano. Elona levanta la persiana, y la luz del sol llena la cabina de un color dorado, delatando los ácaros de polvo suspendidos en el aire. Sombras de estructuras sin forma específica se propagan sobre la puerta como una cuadricula, deslizándose lentamente por la cabina hasta desaparecer por la pared como fantasmas. Me reincorporo sobre la cucheta. El paisaje ahora son pastizales interpuestos por pantanos y bosques de árboles secos y muertos. De vez en cuando, se ven casitas de madera con huertas y patios. La tierra es negra como el carbón, y la madera de las casas es gris, algunas incluso parecen estar quemadas. Continúan también los escombros y esqueletos de cemento, rompecabezas sin armar, de edificios y fábricas abandonadas y venidas a pedazos. Y a la llegada y salida de las estaciones más grandes, como Krasnoyarsk ayer u Omsk hace dos días, se nos muestra la otra cara de Siberia; usinas, chimeneas escupiendo humo de cualquier cosa, aeropuertos gigantes, puentes largos, avenidas anchas, edificios altos, ciudades con villas y despelote.

Preparamos el mate y nos comemos los pastelitos que le compramos a la viejita en Barabinsk, que para nuestra sorpresa son salados, de huevos de pez. Leemos, jugamos al ajedrez, caminamos. Charlamos brevemente con los suizos, que son de Basel, y tratamos de evitar a toda costa las quejas de Angélica y Luis. Ni rastros de Miguel. Por tercera vez pasa la provodnysta del vagón 1 vendiendo refrescos y le compramos un jugo de manzana. Nos arranca varios rublos. El día se pasa rápido. Paramos en Krasnoyarsk, Ilansky y Tayshet. Cuando ya se hace de noche el tren gira con dirección sureste.

Nos despertamos a las 5 de la mañana, o lo que sea, de nuestro quinto día de travesía transiberiana. Es un día importante en nuestra ruta, hoy a la tarde llegamos a Baikal. Pero primero está Irkutsk, en una hora. Estamos los dos con fiaca. Anoche dormimos poco, el tren se tambaleaba con cada bache y el viento helado se metía por la ventana. Pero no la iba a cerrar, los suizos de al lado se la pasaron fumando, igual como los controladores. El tren hizo tres paradas durante la madrugada. Acostado en la cucheta escuchaba el ininteligible anuncio en ruso de los megáfonos de las estaciones y me preguntaba si en alguna de ellas se nos sumaba algún compañero de cabina.

Terminamos de desayunar y salgo al pasillo donde me encuentro con nuestra vecina de la cabina III, una señora de unos sesenta y pico que desde que se subió en Omsk no paró de tejer. Por fin logro hacer contacto de ojos. La saludo y le pregunto si habla un poco de inglés. “Un poquito,” me dice riéndose. Entre inglés y señas de mano logramos conversar. Alma es de Astana, Kazajistán, y viaja a Ulanbaataar a visitar a su hijo.
“Entonces usted debe viajar seguido a Mongolia.”
“Siempre que puedo, sí. Siempre en tren,” me dice.
“¡¿Desde Astana?! How many times have you taken the Trans-Mongolian?” le pregunto y me muestra los cinco dedos de la mano.
You must see many of us, tourists!” le digo y se echa a reir. La vieja me cae bien. Su sonrisa me recuerda a Fermina, la esposa de mi tío Alfredo. Parece una persona honesta, de esas con las que incluso los silencios son cómodos. Le pregunto sobre sus hijos. Me cuenta que tiene cuatro, dos varones y dos hijas gemelas. Su hijo en Mongolia es al que ve más seguido, los otros están radicados en Estados Unidos. Le comento que mi sobrina también se llama Alma y que su nombre en castellano significa espíritu, pureza, y con las manos hago como si me saliese aire del pecho y se elevara por los aires. “Oh!” expresa sorprendida. “En Kazako no. Solo es un nombre,” me dice.

Cuando llegamos a Irkutsk, casi se nos llena el vagón. Se suben once pasajeros más. Tres son mochileros que viajaban separados y ahora parece que van de la mano. Son dos chicos ingleses y una chica belga que se instalan con Alma. Los otros ocho viajan en grupo. Es un grupo senior conformado por dos escoceses, un irlandés-australiano, un canadiense, dos neozelandeses y un japonés. Completa el grupo la guía, una chica ucraniana que parece haberse dejado la sonrisa en Kiev. Los once habían llegado juntos a Irkutsk hace unos días con el Trans-Siberiano. Es decir, en el tren ruso. El shock es palpable, y los controladores por primera vez en cinco días tienen trabajo. No tanto por las quejas y comentarios, sino porque el japonés habla Mandarín, entonces ya no se pueden hacer tanto los boludos.

El vagón lleno, ahora el tren parece otro. Es tan raro ver el pasillo alborotado de viajeros. Aprovechamos y charlamos con uno de los viejos, un escocés, que nos cuenta que tienen el viaje organizado hasta Beijing con una agencia. El tren entra en una zona montañosa y empiezan los túneles. Baikal es cuestión de minutos.

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